Esta tarde me ha tocado ir a la estación a recoger un paquete que llegaba en autobús. He tenido que ir bastante temprano porque esta estación no es final de trayecto y los conductores no se responsabilizan de los bultos si no hay nadie que los recoja. Me he dado cuenta de que las estaciones de autobuses son escaparates incomparables en los que observar a cantidad de personajes curiosos e incluso extravagantes.

Dos bancos más allá de donde yo estaba, había una señora de unos sesenta y pico años peleándose con una chocolatina. La mujer se desesperaba intentado romper el envoltorio de mil maneras diferentes. En un momento dado se ha girado hacia mí con cierta súplica en su rostro pero yo he sido más rápido y he esquivado la mirada. Sé que he obrado mal pero, cuando un impulso involuntario se impone por encima de lo que se supone que es lo correcto, es muy difícil rectificar.

Unos cinco metros a mi izquierda había un tipo que desde que he entrado en el andén se me ha quedado mirando. Era un tipo alto y desgarbado vestido con unos vaqueros y una rebeca anacrónicos pero, curiosamente, nuevos. Mascaba un chicle y me miraba de soslayo mientras yo observaba a la mujer de la chocolatina. Cuando me he girado para evitar a la mujer, me he dado cuenta de que él, creyendo que le iba a mirar, se ha girado también como si una reacción cervical en cadena se hubiese desatado.

He pensado que si alguien le observaba a él y a su vez ese alguien era observado por otro y así sucesivamente, la fuerza del movimiento de cabezas hubiese podido invertir la rotación de La Tierra y hacer retroceder el tiempo, con lo que me habría tocado esperar el autobús mucho más rato. Ese pensamiento me ha hecho gracia y creo que el hombre alto ha supuesto que me reía de él. Se ha dirigido a una papelera cercana, se ha sacado el chicle de la boca y lo ha lanzado. El chicle ha dado en el borde de la papelera, ha rebotado y ha caído de nuevo a sus pies. Se ha agachado, lo ha recogido y ha repetido la operación con idéntico resultado. Viendo que alguna fuerza invisible le impedía tirar ese chicle en el interior de la papelera, y percatándose de que lo miraba, lo ha dejado en el suelo como un desafío para mí.

Ha sido entonces cuando ha llegado un autobús. La mujer, con la chocolatina ya abierta y casi devorada del todo, se ha dirigido hacia donde estaba el hombre alto con lo que he podido adivinar que la conjunción de elementos me regalaría algo curioso o al menos divertido, pero no ha pasado nada. Simplemente, la mujer ha tirado el envoltorio de la chocolatina pero, una vez más, el envoltorio no ha entrado en la dichosa papelera. El hombre alto me ha dedicado una sonrisa burlona mientras subía al autobús y, oye, me ha tocado las narices.

Una vez que el autobús estaba en marcha, evitando así un enfrentamiento con el hombre alto que enardeciese mi espíritu de naturaleza cobarde, me he levantado para tirar el papel dentro de la papelera y, ¡ad augusta per angusta!, lo he conseguido. Con gesto triunfante he buscado en las ventanillas y al momento he descubierto la cara del hombre alto que, muy lejos de sentirse vencido, parecía divertirse con mi actitud. Ha sido en ese momento cuando me he dado cuenta de que tenía su chicle pegado en el zapato.