Recuerdo que de niño me encantaban las máquinas de bolas. Aunque siempre pedía una moneda (creo que costaban 25 pesetas) mis padres casi nunca cedían (de vez en cuando mis hermanos y yo seducíamos a algún tío o abuelo) y tenía que conformarme con mirar las bolas desde fuera, con sus jugosos regalos flotando en su interior. Además, siempre había alguno de los premios que me atraía más que los demás e imaginaba que era ese precisamente el regalo que la máquina me escupiría. Cuando pasaba cerca de alguna de estas máquinas invariablemente abría la tapa por si algún niño despistado había echado la moneda pero había olvidado el regalo. Si eso fallaba intetaba girar la maneta por si otro niño despistado había introducido el dinero pero no había sacado el premio. Creo que nunca funcionó semejante artimaña y tuve que seguir soñando con que algún día nadaría en una piscina repleta de bolas llenas de regalos. Tampoco pasó nunca. Sin embargo, al cabo del tiempo, cuando ya era un poco más mayor, aparecieron en ferias y parques de atracciones ese tipo de maquinas llenas de tesoros como peluches, relojes, calculadoras y toda suerte de artilugios tan inútiles o más que los premios que aparecían en las bolas. Para colmo de males, había que cogerlos con un gancho que siempre fallaba. Eso sí, el sitio por donde salían los regalos era un poco más grande que el de las bolas ofreciendo posibilidades que aquellas no tenían. Y a las pruebas me remito.

Lo vi aquí.